
Accidentalmente bebió su sangre y entonces, él empezó a formar parte de ella. Se habían unido de por vida. Jamás se separaban. Lo intentaban. Iban y volvían por caminos separados. Pero unidos. Su sangre era una y por más que se empeñasen era un hecho que no podían cambiar. Ella solía cortar sus brazos para que la sangre brotase, y quizás, con un poco de suerte, saliesen esas malditas gotas que jamás debieron entrar en su cuerpo. Nunca salían. Se instalaron en lo más hondo de su corazón y se habían aferrado tan fuerte a él que ya no había nada que pudiese separarlas, separarlos. Desunirlos.