viernes, 3 de julio de 2009

La cadencia de la decadencia


Aprendió a aceptar la fugacidad absoluta de la vida. No volvió a querer volver eterno ningún minuto, ni tan si quiera quiso detener ese instante en que se dio cuenta de que por fin era quien siempre había querido ser. Nunca más se repetiría. Y por eso mismo fue feliz. Ahora que las horas venían, sin volver, sin pensar que se deshacían en sus manos, notó que volaba. Alto. Recordó que un día descubrió que era dueña y señora del tiempo. Que podía jugar con él cuando le placía y que nadie lo sabía. Solo ella. Y pese a que si se le hubiese antojado podría haber detenido el tiempo e incluso volverlo más joven(cosa que cualquiera de nosotros hubiese hecho para remendar nuestros más fatales errores) no lo hizo. Aprendió a aceptar la fugacidad absoluta y retorcida de la vida y de su hermano, el tiempo. Y por consiguiente hizo caso omiso de las crisis existencialistas que le solían dar, en aquellas largas noches de insomnio. Ahora todo era bonito, sencillo, fugaz, feliz. Ahora ya no vivía en la melancolía. Aunque solo volvía a ella cuando escuchaba Chez Laurette.

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